El Día de la Tierra se celebra porque hay vida inteligente en ella. Así de fácil. En los planetas carentes de seres pensantes no hay posibilidad de celebrar nada puesto que no hay nadie que pueda hacerlo. En cambio, en este pequeño punto azul perdido en los confines del universo, que desde distancias de millones de años luz se ve como una microscópica partícula, un polvo cósmico que se va deslizando en la silenciosa negrura de la inmensidad, sí hay mucho que celebrar, como es el privilegio de la vida, que está tan ligada a la Tierra como la Tierra a la vida misma. Porque en nuestro planeta hay colores, sonidos, ritmos, aromas, texturas, aires, temperaturas, estaciones, agua, olas, cascadas, oxígeno, un sol y una luna que han facilitado una variada y floreciente vida vegetal y animada en sus tres ambientes naturales, homo sapiens incluido.
Sí, los homo sapiens, para bien o para mal hemos aterrizado en esta pequeña nave espacial, que además de vehículo es nuestra casa, nuestro techo y hogar de nuestros padres, hermanos e hijos. La Tierra cuenta con 4.600 millones de años de existencia y ha engendrado vida casi desde sus principios, como lo atestiguan diminutos fósiles encriptados en rocas al sudoeste de Groenlandia, que vivían nada menos que 3.800 millones de años atrás. Hace 590 millones de años se inició una explosión vital, un Big Bang biológico sin precedentes, de los cuales salieron los abuelos de casi todas las especies hoy conocidas. Hace tres millones de años apareció el primer homo, el homo hábilis, así bautizado por tener la habilidad de sentarse en un tronco y fabricar por primera vez rústicos utensilios de piedra. Sin intuirlo, con sus torpes manos daba inicio al paleolítico y a la más vertiginosa y espectacular evolución jamás ocurrida en la larga historia de la Tierra.
Pero, ¿cómo entender esta danza de millones y miles de millones de años, desde la perspectiva de nuestra escala de vida o corta visión vital, mediante almanaques y relojes convencionales? ¿Cómo ubicarnos dentro de ella a nosotros mismos? Casi imposible. En el marco de la celebración del Día de la Tierra presentamos un instrumento para mejorar la comprensión de esta mega cronometría, en la cual ubicamos a las principales especies y a nosotros mismos. Para comenzar, vamos a imaginar un almanaque como los de ahora, con sus doce meses y su distribución por semanas, pero con la diferencia de que cada día equivale a un millón de años. Es decir, un mes de abril equivale a 30 millones de años y desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre a 365 millones de años, los cuales llamaremos “geoaños”, puesto que están ubicados en la escala de la Tierra y no en la de los humanos. Con este “geo almanaque” a la mano tenemos que el universo, cuya edad se ha calculado en unos 13.700 millones de años, tiene cerca de 37 geoaños, la Tierra unos 13 y los microorganismos antes nombrados algo más de diez, lo cual nos indica que en nuestro planeta ya había vida desde sus tempranos tres geoaños.
Ya con los datos a la mano podemos calcular que los primeros anfibios surgieron el 6 de enero del geoaño 13, los primeros mosquitos y moscas se hicieron presentes entre el 5 de junio y el 1 de julio y la extinción del último dinosaurio ocurrió el 27 de octubre. En cuanto a los grandes simios aparecieron entre el 8 y el 27 de diciembre, al igual que el homo hábilis. ¿Y en dónde ubicamos al hombre moderno, ese que llegó a Europa hace 40 mil años? Pues nada menos que el 31 de diciembre, a las 11:03 pm, faltando apenas 57 geominutos para el geoaño nuevo 14. Con la ayuda de este instrumento podemos imaginar al universo como un adulto joven, la Tierra como un adolescente y el homo sapiens un recién nacido de apenas una hora de vida. Ahora si estamos en la escala humana, más fácil de tragar que los miles de millones de años.
De aquí se infiere que los humanos fuimos los últimos en llegar a la Tierra, lo hicimos tarde y sin embargo en pocos minutos tomamos el control del planeta, nos erigimos en amos y señores de valles y montañas, desiertos y zonas heladas. Con nuestras habilidades aprendimos a confeccionar la ropa adecuada a cualquier clima, altura o latitud, y con ello desplazamos a muchas especies de sus hábitats naturales, construidas mucho antes de nuestra llegada. De modo que dominamos aires, mares y tierras y vencimos a casi todos nuestros depredadores, desde los mayores hasta a los microscópicos. Nos destacamos en artes, tecnologías y ciencias, hicimos maravillas en arquitectura y pintura, importantes avances en medicina y astronomía, notables obras musicales y literarias. Fuimos tan habilidosos que en siglo XX, a pesar de dos guerras mundiales, tuvimos un crecimiento demográfico que da vértigos. En solo cien años la población pasó de 1.500 millones de seres a 6.000 millones, un crecimiento nunca antes visto que ha acelerado las consecuencias al planeta y sus otros habitantes. Ya la selva de Borneo ha sido esquilmada y su cambio climático local casi concluido, tres cuartas partes de sus árboles han sido rebanados y sus selvas lluviosas incombustibles sustituidas por vegetación que se incendia con facilidad y frecuencia. Hemos contaminado aires, suelos y mares y nos hemos comido especies hasta su casi extinción.
Desde 1970 cada 22 de abril se celebra el Día Internacional de la Tierra, ideado con el objetivo de generar participación y conciencia ambiental entre la gente. Ya es hora de que los homo sapiens nos ubiquemos dentro del espacio y el tiempo que ocupamos y reflexionemos sobre nuestra abrupta llegada al planeta y el deber de arreglar lo que hemos desarreglado, dejar un mundo sostenible y un equilibrio con la naturaleza para las próximas generaciones. Si no enderezamos el rumbo que llevamos nos puede pasar como a los zorros y a los conejos, paradoja que demuestra la importancia del equilibrio biológico y las consecuencias cuando éste se rompe.
Sandor Alejandro Gerendas-Kiss
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