Hace tiempo vengo pensando que hay que volver a la filosofía de la naturaleza, la primera filosofía, para poder dar una explicación metafísica a la destrucción de la Tierra por parte de los «antiplanetas», aquellos Homo sapiens que, por diferentes razones y acciones, se dedican a comprometer, consciente o inconscientemente, el futuro de la vida en el planeta.
Si bien es cierto que la mayoría de las ciencias tuvieron su punto de partida originada en la filosofía ateniense, también lo es que pronto se separaron de ella y cada vez se especializaron más y fueron adquiriendo una metodología caracterizada por la rigurosidad científica, apegada más de las veces a la observación, experimentación y deducción del hecho real, basados en lo físico, todo lo contrario a la metafísica.
«En la química se asume la existencia de la materia y en la biología la existencia de la vida, pero ninguna de las dos ciencias define la materia o la vida; solo la metafísica suministra estas definiciones básicas». En ese orden de ideas, proponemos la interrogante ¿cuál es la finalidad del Antiplaneta? Mas allá de lo obvio, que es aprovecharse de los hidrocarburos, la madera o el aceite de la palma, debemos ahondar en el trasfondo de su quehacer.
En la destrucción de los bosques, las aguas, los aires y los suelos de la Tierra, la ecología, tal como las otras ciencias, asume estos hechos, pero tampoco las define desde un punto de vista filosófico. No le interesa el aspecto metafísico de la deforestación sino la realidad que representa, solo por citar un ejemplo. No se hace la pregunta: ¿qué es lo que significa todo esto? Tampoco aborda la finalidad o el rol del Antiplaneta, que a sabiendas o no de que con su accionar va en contra de la vida, sigue adelante con su acción. Hace falta otro tipo de sabiduría, otro tipo de amor, para averiguar estas respuestas.
La naturaleza posee un mecanismo que se encarga de restablecer el equilibrio cuando uno de sus actores se adelanta a los otros y comienza a ocupar más espacios de los que ella misma le asigna, y obviamente lo hace a expensas de los otros actores. Los humanos prácticamente no tenemos depredadores. ¿Será ese el rol del Antiplaneta?
El Homo sapiens se adelantó a las otras especies de una manera inéditas, injusta y asimétricas nunca vistas en la Tierra. Vencimos a todas las especies y nos creemos invencibles. Creamos un desequilibrio descomunal que comenzó a denunciarse desde los 1950. En esa época algunos científicos vieron la cuestión con claridad e hicieron sonar las alarmas. La nombraron como “la época de la gran aceleración». En los 1970 fueron más allá y detectaron “la era de la hiper aceleración», calificando estas tendencias de “insostenibles”.
En 1972, como consecuencia de estas alertas, por iniciativa de Suecia, en conjunto con la ONU, se realizó la “Primera Cumbre de la Tierra”. De esta conferencia salió “La Declaración de Estocolmo”, equiparable con la “Declaración de los Derechos Humanos”, orientada hacia la normalización de las relaciones de los seres humanos con el medioambiente. El documento consta de siete proclamas y 26 principios que advierten “la necesidad de un criterio y unos principios comunes que ofrezcan a los pueblos del mundo inspiración y guía para preservar y mejorar el medio humano”.
Esos hermosos postulados pronto se olvidaron y se volvieron papel mojado. La destrucción del planeta continuó en todo el mundo. Para mejor ejemplo está la deforestación hostil de Borneo, iniciada precisamente a mediados de los 1970, luego de Estocolmo. La selva lluviosa de Borneo se convirtió en un lugar seco, donde antes una combustión era imposible, ahora se contabilizan miles de incendios al año.
Entre 2009 y 2015, el Centro de Resiliencia de Estocolmo confeccionó una lista con nueve límites del planeta, los cuales serían sumamente peligrosos de traspasar, cosa que ya se ha producido en el caso de cuatro de ellos, según un informe de la UNESCO.
El Antropoceno, la época de los humanos, es el nombre que algunos científicos quieren asignar a nuestra era. Este nombre aún no ha sido aceptado por los geólogos, quienes afirman que todavía no cumple con la tradicional nomenclatura de la estratigrafía como para ser definido como una nueva época geológica.
Lo cierto del caso es que a ninguna de estas alarmas, espaciadas en siete largas décadas, se les hizo caso. Se desaprovechó la oportunidad de arreglar los peligros denunciados en la década de los 1950. La ciencia y la metafísica fue muy poco lo que pudieron influir para que cesaran los daños al medioambiente.
Ya en estos tiempos, a las puertas de 2022, cuando cumpla 70 años la Declaración de Estocolmo y 50 la Cumbre de Río, “Segunda Cumbre de la Tierra”, el desequilibrio se ha acelerado mucho más, haciéndose cada vez más complicado de atajar. La razón es que el Antiplaneta ha rebrotado con fuerza en varios puntos de la Tierra y está más empoderado que nunca.
Este desequilibrio, en caso de que se desbordara, es decir se volviera incontrolable, conduciría a un final apocalíptico con el Antiplaneta como su agente provocador, pero que finalmente también sucumbiría y haría sucumbir a toda nuestra especie, llevándose además consigo a la mayoría de las otras especies, sobre todo a las superiores, tal como desde hace tiempo está ocurriendo con la impresionante merma poblacional de los vertebrados.
Sería entonces cuando la naturaleza se impondría, una vez más, pero a un costo altísimo para la vida que conocemos. Pero ello no le afectaría su economía, pues dispone de tiempo y recursos suficientes como para pasar del caos al orden, según dictan sus leyes. Así, crearía nuevas formas de vida o reharía las viejas a partir de los supervivientes que hubiesen quedado tras el gran caos. Es su manera de restablecer el equilibrio en un planeta nacido para albergar vida.
Queda poco tiempo. El tiempo también es un recurso que se nos agota rápidamente. Por supuesto que hablamos del tiempo nuestro, el tiempo del Homo sapiens en la Tierra. Todavía queda algo de espacio para evitar el apocalipsis, pero es mucho lo que tenemos que hacer. Deberían incorporarse grandes multitudes a la lucha contra el cambio climático, especialmente niños, adolescentes y jóvenes, quienes al fin y al cabo son los más interesados en que el desastre climático no toque a sus puertas. El mayor de los nacidos en este milenio apenas tiene 19 años, el menor acaba de nacer al terminar de escribir este párrafo. Saquemos cuentas de lo que estamos hablando.
Hay que volver a la filosofía, al “amor a la sabiduría”. Hay que ejercitar el pensamiento, por algo somos Homo sapiens, los homos que pensamos. Si desaparecemos no le haremos honor al nombre de nuestra especie.
Sandor A. Gerendas-Kiss
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